26/2/15

MORALEJA

Constanza era una mujer dañada. Lo que le había dejado la vida eran muchas cicatrices. Después de varios noviazgos difíciles y dos matrimonios fallidos, Constanza lo último que buscaba era tener otro hombre en su vida; otra cicatriz en su corazón, pero también se decía que tenía derecho a ser feliz, por eso aceptó la invitación de Adrián; en realidad no esperaba mucho de él. Adrián era el típico hombre que solo buscaba con quién pasar el rato. No podía negar que le atraía, aún con sus cuarenta y tantos encima gozaba de buen cuerpo. Alguna vez le comentó que había estado en el ejército; los arduos entrenamientos moldearon no solo su figura sino también su mente y sus hábitos. Los días de descanso los ocupaba para correr por las mañanas y a veces un partido de fútbol con la liga del vecindario; buscaba mantenerse siempre en forma, Constanza solo quería sentirse viva otra vez, tal vez sentirse amada; aún con todas las malas experiencias que había tenido era una romántica. A la edad de treinta y ocho años tenía la esperanza de ser feliz.

De Adrián sabía poco, aunque lo que sabía era suficiente para irse con cuidado. Sabía que era divorciado, igual que ella, y que su matrimonio terminó cuando su infidelidad se descubrió, no le gustaba hablar de su familia ya que, según él, no tenía buena relación con ella, y también sabía que pretendía a casi todas en la oficina; como fuera no esperaba mucho de esa relación ¡Vamos! Ni siquiera esperaba que llegaran al altar... quizá solo a la antesala.

La antesala ya llevaba poco más de ocho meses.

Hablaban durante horas, paseaban por las calles tranquilamente y disfrutaban del café sin prisas. Tenían gustos completamente opuestos en cuanto a música, cine y libros, pero eran esas diferencias lo que los enfrascaban en debates y alegres discusiones; le gustaba que la dejara ganar. Constanza llegó a pensar que Adrián buscaba algo serio con ella, aunque no lo decía abiertamente; pensaba que quizá había llegado el momento que sentara cabeza. Ella deseaba que así fuera.

Constanza ya se veía como una esposa nuevamente, con una vida resuelta y una vejez esperanzadora; nada de morir sola, eso la aterraba. Lo que no entendía Constanza es que la felicidad no siempre viene con la unión con otra persona, sino que depende mucho de nosotros mismos, pero ella esperaba que un nuevo matrimonio le trajera la paz y felicidad que siempre había buscado.

La primera vez que se acostó con él fue como redescubrir su sexualidad, su pasión; fue como hacerlo por primera vez... otra vez. El cuarto de hotel no era elegante, la decoración era mínima, típica de esos lugares, pero hubo algo que le gustó; el estar ahí con él. Llegó a imaginar que no era un cuarto de hotel de paso sino la recámara de ambos, ya como marido y mujer. Se mostró tímida, él en cambio cariñoso, nada agresivo y sobre todo paciente; la idea de una relación seria cobraba más fuerza.

Estando juntos llegó un mensaje al celular de Adrián, estaba dormido así que Constanza aprovechó para mirarlo; pensó que sería algo importante. Todo se vino a abajo.

[¿Cómo estás amor?] decía el mensaje, el nombre del contacto solo decía Sarah, sin apellidos.

No dijo nada, pasó la noche despierta pensando una y otra vez de quién podría tratarse... seguramente era otra, no había otra explicación.

No le dijo nada a Adrián, borró el mensaje y como él no lo escuchó no preguntó, aunque con seguridad recibiría otro, y otro; esperaba que cuando sucediera ella estuviera ahí para desenmascararlo.

Los días fueron pasando y ella no dejaba de hacerse ideas en la cabeza, las veces que salía por cuestiones de trabajo o llegaba tarde a las citas lo atribuía a que estaba con la tal Sarah. Tenía que hacer algo. Ya no se sentía como una mujer casada, ya no veía un futuro tranquilo y aquella vejez que esperaba, solo imaginaba los momentos que seguramente pasaba con aquella mujer. Aunque no la había visto se imaginaba como era, podía ver su rostro en su mente como si la conociera. Con seguridad era joven, quizá su piel era clara y tersa, no con las arrugas de una mujer mayor, tal vez no pasaba de los veinticinco años, quizá era alguna becaría o secretaria de la oficina de gobierno donde ambos laboraban; recordaba todos los rostros de los que conocía ahí, buscando quien se ajustara a su perfil, estaba segura de que debía conocerla, quizá la había tenido enfrente y ella jamás lo sospechó. No podría haberlo hecho, jamás, creía en él, en Adrián.

Mentira, seguramente Adrián le hacía regalos caros, la llevaba a comer a los mejores lugares y ella, una vampiresa como cualquiera le sacaba todo el dinero que podía, y lo único que tenía que hacer era abrir las piernas cada que él quería y ya... quizá hasta fingía los orgasmos con tal de tenerlo amarrado y él, hombre como cualquier otro se sentía el macho, sin saber que era manipulado por una mujerzuela, en vez de entregarse en cuerpo y alma a una mujer que había llegado a quererlo, al grado de desear pasar una vida con él. Hasta era posible que la tal Sarah supiera de Constanza y se riera de ella, pensando que solo era un chiste, una broma, quizá ambos se reían.

Se citaban como todos los días en el café de siempre y, aunque todo parecía normal ella estaba alerta a todo lo que pasaba, lo que decía, buscando el momento en que se descubriera y poder reclamarle el que la hubiera engañado.

Nada.

Pasaron tres meses desde que vio el mensaje y Constanza no lograba que Adrián se descubriera. Lo deseaba tanto.

Cuando cumplieron un año de relación lo celebraron con una cena romántica, Adrián llevó a Constanza a un restaurante de comida francesa en la Zona Rosa; Constanza no podía dejar de pensar de que seguramente ahí llevaba a la tal Sarah, pero ni ahí logró que se descubriera; incluso cuando se disculpó para ir al tocador interrogó a uno de los meseros, preguntándole si había visto con anterioridad a su acompañante; aunque la respuesta fue negativa Constanza no estuvo de acuerdo, deseaba que le respondieran que si, que era cliente asiduo y que lo habían visto con otra mujer. La celebración culminó con una visita al hotel de siempre, pero Constanza no tuvo los mismos sentimientos que la primera vez que entró en ese cuarto.

Pero después de la intensa sesión de sexo, mientras ambos reposaban en la cama volvió a sonar el celular de Adrián. Los músculos de Constanza se tensaron; supo que ese era el momento; la prueba de la infidelidad, de los engaños, las llegadas tarde. Era el momento de hablar, de descubrirlo, de echarle en cara todo, pero algo se rompió dentro de ella; su cordura, su sensatez. El recuerdo de todo lo vivido en experiencias pasadas explotó dentro de ella.

Él alargó la mano al buró hasta el teléfono móvil y leyó el mensaje, se enderezó en la cama y torció la boca levemente. Estaba a punto de cerrar el teléfono cuando un golpe seco en la nuca lo tiró de la cama.

Desorientado trató de ver de dónde había venido el golpe, pero antes de poder hacerlo un segundo golpe volvió a derribarlo.

Constanza dio vuelta a la cama con la lámpara del buró en las manos, desnuda, con el rostro desencajado por el coraje, Adrián trató de entender que estaba pasando, trató de que Constanza le explicara que estaba haciendo, pero ella estaba fuera de si, volvió a asestar golpe tras golpe en la cabeza de Adrián pensando en su infidelidad, en sus burlas, en todo lo que ella había construido y que él destruyó por su calentura. Pensaba en la tal Sarah, en su risa, en sus orgasmos fingidos, en los costosos regalos que lucía, en su piel perfecta y ojos juveniles, la mujer demonio; en ese cuarto no había más demonio que Constanza.

Por fin se sintió liberada, de hecho se sentía más viva que nunca, como si lo que había hecho hubiera sido el detonante que le inyectara nueva vida a su sangre. Se preguntaba cómo había sido tan estúpida; se dijo a si misma que no iba a permitir que le viera la cara, ni él ni nadie. Nadie más se burlaría de ella. Ni la tal Sarah, pero también pensaba encargarse de ella, no de la misma manera porque, aun cuando sabía perfectamente lo que había hecho, y que eso no le produjo remordimientos, si buscaría a la tal Sarah, si sabía de ella le reclamaría por ser una zorra, sino entonces la desengañaría, le diría que Adrián era de lo peor y que estaba engañando a las dos.

El teléfono celular cayó algunos metros lejos de la cama, lo recogió pensado responder el mensaje de la tal Sarah. Si, en efecto, el mensaje era de Sarah, cuando lo leyó soltó la lámpara la cual produjo un ruido seco al chocar contra la alfombra.

[Adrián, deja de lado tu orgullo y ven a casa, mi mamá quiere verte, te quiero hermano]

No hay peores tormentas que la que se arma uno en la cabeza ¿O no?

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