23/10/15

¿Quién dice que los moustros no existen?

-Es cierto, los moustros si existen- decía Jaime a sus compañeros de escuela; luego se preguntaba porqué le hacían bullying.

-¡Cómo va a ser! Lo que pasa es que eres un cobarde- respondieron todos y las carcajadas estallaron.

-¡Es cierto, los he visto!- dijo con una seguridad tal que por una fracción de segundo todos estuvieron a punto de creerle.

-¡Eres un cobarde! ¡Marica!- dijeron y procedieron a darle una tunda de zapes hasta tirarlo al suelo -¡Marica! ¡Marica! ¡Marica!- repetían una y otra vez mientras lo pateaban en el suelo, así siguieron hasta cansarse.

Jaime se levantó adolorido con el uniforme sucio, sabía que su madre lo regañaría por regresar a casa así; le preocupaba más la reacción de su padre. Saber que lo habían golpeado otra vez era motivo suficiente para que él también le diera una tunda.

No podía decirles lo que pasaba, no lo entenderían... no le creerían.

Cuando era pequeño le tenía miedo a todo; a la oscuridad, a los ruidos que escuchaba durante la noche, al aire que atravesaba las ramas de los árboles y producía gemidos como de almas en pena. Su madre quien se había criado en provincia le contó que allá era mucho peor que aquí en la ciudad. Jaime creció con miedo a todo, incluso a si mismo. Muchas veces le preguntó a su madre porqué crujía la casa por las noches; le dijo que el aire enfriaba las cosas y eso hacía que se ensancharan, como la madera... ¿O se calentaban? No recordaba pero algo así le dijo. Nunca quedó conforme.







Para muchos las celebraciones de Halloween y Día de Muertos eran meros pretextos para fiestas y desenfrenos, sobre todo por parte de la juventud; Jaime jamás entendió cómo era posible que celebraran que alguien estaba muerto.

Halloween no era más que una festividad extranjera como la Navidad, no tenía ningún trasfondo cultural o milenario y, si lo tenía, lo había perdido hacia mucho; el Día de Muertos por mucho era una celebración más rica en tradiciones y cultura. Como fuera él no celebraba ninguna.

Si algo le asustaba de esa época eran los disfraces, no era que no supiera que solo eran tela, pelucas, pintura, no, eran lo que representaban.

Aún en su edad adulta seguía creyendo que los moustros existían. No podía olvidar la primera vez que vio uno.
Fue en su cuarto, no tenía mucho que se había ido a acostar, esa noche en particular así que la ventana estaba entreabierta, no conseguía conciliar el sueño, entonces sintió como si alguien se subiera a la cama.

Era de tamaño pequeño, casi como un niño de cuatro años, delgado, tez verdosa y orejas largas; parecía un gremlin con sus enormes dientes, ojos grandes y alargados, rojos. Los dientes se asomaron cuando le sonrió desde los pies de su cama, entonces saltó ágilmente y desapareció por la ventana abierta de su cuarto. No lo comentó, no le creerían.

La segunda ocasión fue peor.







Le preocupaba mucho bajar por la noche, temía encontrarse de nuevo con aquel duende o lo que hubiera sido; pero a veces podía más la necesidad que el miedo.

Bajar al baño por la noche era toda una proeza para él, mientras bajaba los escalones de madera se repetía una y otra vez que no había nada que temer, que no había nada; pero que no hubiera nada no siempre significa nada.

Regresaba del baño pero ante la escalera se detuvo, los crujidos en los escalones le llamaron la atención, no eran los típicos crujidos de una noche cualquiera, no, parecía que algo bajaba por ella. Pensó que era su imaginación siempre viva, pero entonces aquel duende volvió a aparecer entre la oscuridad, como si se materializara.

Pasó corriendo junto a él rozándole el brazo desnudo. Se quedó petrificado en su lugar.

No supo que fue de él, quizá desapareció así nada más, en la oscuridad, no lo supo. Los minutos fueron pasando y aunque estaba muerto de miedo tenía que moverse, no podía quedarse ahí, no si eso regresaba. Por la mañana no comentó nada al respecto, mantuvo la boca cerrada, jamás le creerían.

Creció con la idea de que los moustros eran reales, los había visto, lo había sentido, pero nadie le creía.







Su forma de ser no le había permitido completar una carrera, vamos, ni siquiera acabó la preparatoria y ¿Qué puede hacer alguien así? No mucho la verdad, terminó trabajando en el taller mecánico de su padre; no se había casado, pensaba que no había nadie con quien compartir su vida, sobre todo porque nadie lo entendería.

Vivía en un modesto departamento en el Estado de México que su padre tenía por allá, la colonia no era la mejor pero contaba con casi todos los servicios, el único “pero” que le ponía era el deficiente alumbrado publico. En la avenida principal si había buena iluminación, más no así en las demás calles, ahí había tramos por completos oscuros. Cuando el pesero lo dejó en la entrada de un largo corredor pensó que iba a morirse; faltaban muchas cuadras para llegar a su casa, por fortuna era temprano, apenas eran las ocho de la noche.

A su lado pasaban niños disfrazados en compañía de sus padres o algún joven, yendo de casa en casa pidiendo la tradicional “calaverita” Muchos se acercaron a Jaime para pedirle algún dulce o moneda, cualquier cosa era buena. Disimuladamente pero con miedo se alejó de la calle hacía una con menos gente, aunque eso provocara que se desviará un poco de su ruta habitual.

Absorto estaba en sus pensamientos, tratando de no pensar en todo que lo asustaba, pensando en lo irracional y estúpido e infantil que era que un hombre como el aún tuviera miedo a la oscuridad. Muchas veces deseó que esos miedos desaparecieran, pero los miedos vienen del interior de cada uno, jamás se irán a menos que los combatamos, como jamás pensó que lo volvería a ver.

Aquel extraño duende estaba tan solo unos metros delante de él; el mismo tono de piel y las orejas largas, los ojos alargados, la sonrisa siniestra mostrando los enormes dientes. Estaba parado debajo de una de las pocas luminarias de la calle así que podía verlo perfectamente, estaba ahí, inmóvil, mirándolo sin dejar de sonreír.

Entonces como un rayo saltó a la pared cercana y trepó hasta una ventana abierta, antes de entrar le obsequió una sonrisa más y entró.

Jaime no sabía que hacer, estaba paralizado por el miedo como aquella vez a los pies de la escalera pero, a diferencia de antes ya era un hombre (se repetía) no tenía porqué sentir miedo. Dio un paso y después otro, seguro de si mismo, repitiéndose una y otra vez que no había visto a ese extraño duende verde. Al pasar frente a la ventana por la que entró lo vio ahí, sonriéndole, pero además, con un dedo largo lo invitaba a entrar. Jaime giró rápidamente la cabeza cerrando con fuerza los ojos, no quería saber nada, entonces escuchó algo que le hizo saltar el corazón.

Cuando regresó la mirada a la ventana el extraño duende sostenía entre sus garras a un pequeño bebe, lo acariciaba con un dedo y volteaba a mirarlo, volvía a invitarlo a entrar.

El coraje no es la ausencia de miedo, sino la facultad de sobreponerse a el.

Sin pensar saltó como el duende hasta el borde de la barda cayendo del otro lado, en la oscuridad percibió una escalera que subía al cuarto donde aquello estaba con el bebe. La puerta estaba entreabierta, sabía que quizá los que vivían ahí se asustarían al verlo, pero quizá eso ayudaría a que se percataran de lo que sucedía.

Dentro no había nadie, ni esa cosa ni el bebe, nadie.

Llegó hasta la ventana y volvió a verlo bajo la luminaria cargando un bulto. Horrorizado regresó por sus pasos y al llegar a la calle lo vio alejarse; quizá el peso del bebe le dificultaba moverse con la rapidez que tenía, pero aún así era lo suficientemente rápido para llevarle mucha ventaja a Jaime.







No sabía de donde había sacado el valor para perseguirlo, a él, uno de los mayores temores de su infancia y su vida, pero no podía dejarlo con ese bebe; quién sabe que podría hacerle.

Durante toda la carrera no se apareció nadie por la calle, era extraño siendo que aún era temprano; miró su reloj, pasaban de la una de la mañana ¿Cómo era posible? ¿Qué hizo todo ese tiempo? ¿Tanto había durado la carrera? Como fuera tenía que alcanzarlo, si llegaba hasta la barranca lo perdería.

La distancia que los separaba poco a poco se acortaba, el esfuerzo de correr con el pequeño mermaba las fuerzas del duende, incluso su expresión había cambiado; antes era atemorizante, pero en ese momento mostraba una expresión mezcla de cansancio y temor, como si temiera lo que pudiera pasar si Jaime lo alcanzaba.

Estaba a unos tres o cuatros metros de él cuando escuchó un grito a sus espaldas, apenas volteó para ver a una mujer joven corriendo detrás de él.

-¡Mi bebe! ¡Mi bebe!- gritaba la joven, Jaime no podía detenerse, no podía dejarlo escapar.

El final de la calle tenía unos escalones rudimentarios para bajar a la barranca, sabía que no había otra alternativa, se lanzó sobre el duende esperando sujetarlo a él y al bebe, sin duda rodaría por los escalones pero trataría de proteger con su cuerpo al bebe.

La caída le pareció eterna...







Cuando recobró el sentido el duende estaba bajo él, cubierto a medias con la cobija del bebe; parecía inconsciente, no había señales del bebe. La extraña criatura comenzó a incorporarse pero Jaime no tenía intenciones de dejarlo escapar una vez más.

Cerca de él había una enorme piedra que levantó con dificultad, tenía que hacerlo, acabar de una vez por todas con el causante de sus miedos. Sentía que todos esos años de miedo culminaban esa noche, como si todo ese temor saliera a la luz en medio de la oscuridad de la barranca. Fue el grito angustiado de la joven madre que lo detuvo.

Tras la joven mujer llegaron varios vecinos que horrorizados no entendían que estaba pasando, pero se abalanzaron sobre Jaime que pataleaba y luchaba contra ellos, gritando que lo dejaran acabar con ese moustro La joven madre se acerco cuando uno de los vecinos recogió al bebe envuelto en la cobija y lo puso en su regazo.


-¡Se los dije! ¡Los moustros existen!- gritó Jaime en medio de los vecinos que lo tenían inmovilizado; vio a la joven mujer llevándose al bebe en sus brazos, él solo veía un moustro.