-Es
cierto, los moustros si existen- decía Jaime a sus compañeros de escuela; luego
se preguntaba porqué le hacían bullying.
-¡Cómo
va a ser! Lo que pasa es que eres un cobarde- respondieron todos y las carcajadas
estallaron.
-¡Es
cierto, los he visto!- dijo con una seguridad tal que por una fracción de
segundo todos estuvieron a punto de creerle.
-¡Eres
un cobarde! ¡Marica!- dijeron y procedieron a darle una tunda de zapes hasta
tirarlo al suelo -¡Marica! ¡Marica! ¡Marica!- repetían una y otra vez mientras
lo pateaban en el suelo, así siguieron hasta cansarse.
Jaime se
levantó adolorido con el uniforme sucio, sabía que su madre lo regañaría por
regresar a casa así; le preocupaba más la reacción de su padre. Saber que lo
habían golpeado otra vez era motivo suficiente para que él también le diera una
tunda.
No podía
decirles lo que pasaba, no lo entenderían... no le creerían.
Cuando
era pequeño le tenía miedo a todo; a la oscuridad, a los ruidos que escuchaba
durante la noche, al aire que atravesaba las ramas de los árboles y producía
gemidos como de almas en pena. Su madre quien se había criado en provincia le
contó que allá era mucho peor que aquí en la ciudad. Jaime creció con miedo a
todo, incluso a si mismo. Muchas veces le preguntó a su madre porqué crujía la
casa por las noches; le dijo que el aire enfriaba las cosas y eso hacía que se
ensancharan, como la madera... ¿O se calentaban? No recordaba pero algo así le
dijo. Nunca quedó conforme.
Para
muchos las celebraciones de Halloween y Día de Muertos eran meros pretextos
para fiestas y desenfrenos, sobre todo por parte de la juventud; Jaime jamás
entendió cómo era posible que celebraran que alguien estaba muerto.
Halloween
no era más que una festividad extranjera como la Navidad, no tenía ningún
trasfondo cultural o milenario y, si lo tenía, lo había perdido hacia mucho; el
Día de Muertos por mucho era una celebración más rica en tradiciones y cultura.
Como fuera él no celebraba ninguna.
Si algo
le asustaba de esa época eran los disfraces, no era que no supiera que solo
eran tela, pelucas, pintura, no, eran lo que representaban.
Aún en
su edad adulta seguía creyendo que los moustros existían. No podía olvidar la
primera vez que vio uno.
Fue en
su cuarto, no tenía mucho que se había ido a acostar, esa noche en particular
así que la ventana estaba entreabierta, no conseguía conciliar el sueño,
entonces sintió como si alguien se subiera a la cama.
Era de
tamaño pequeño, casi como un niño de cuatro años, delgado, tez verdosa y orejas
largas; parecía un gremlin con sus enormes dientes, ojos grandes y alargados,
rojos. Los dientes se asomaron cuando le sonrió desde los pies de su cama, entonces
saltó ágilmente y desapareció por la ventana abierta de su cuarto. No lo
comentó, no le creerían.
La
segunda ocasión fue peor.
Le
preocupaba mucho bajar por la noche, temía encontrarse de nuevo con aquel
duende o lo que hubiera sido; pero a veces podía más la necesidad que el miedo.
Bajar al
baño por la noche era toda una proeza para él, mientras bajaba los escalones de
madera se repetía una y otra vez que no había nada que temer, que no había
nada; pero que no hubiera nada no siempre significa nada.
Regresaba
del baño pero ante la escalera se detuvo, los crujidos en los escalones le
llamaron la atención, no eran los típicos crujidos de una noche cualquiera, no,
parecía que algo bajaba por ella. Pensó que era su imaginación siempre viva,
pero entonces aquel duende volvió a aparecer entre la oscuridad, como si se
materializara.
Pasó
corriendo junto a él rozándole el brazo desnudo. Se quedó petrificado en su
lugar.
No supo
que fue de él, quizá desapareció así nada más, en la oscuridad, no lo supo. Los
minutos fueron pasando y aunque estaba muerto de miedo tenía que moverse, no
podía quedarse ahí, no si eso regresaba. Por la mañana no comentó nada al
respecto, mantuvo la boca cerrada, jamás le creerían.
Creció
con la idea de que los moustros eran reales, los había visto, lo había sentido,
pero nadie le creía.
Su forma
de ser no le había permitido completar una carrera, vamos, ni siquiera acabó la
preparatoria y ¿Qué puede hacer alguien así? No mucho la verdad, terminó
trabajando en el taller mecánico de su padre; no se había casado, pensaba que
no había nadie con quien compartir su vida, sobre todo porque nadie lo
entendería.
Vivía en
un modesto departamento en el Estado de México que su padre tenía por allá, la
colonia no era la mejor pero contaba con casi todos los servicios, el único
“pero” que le ponía era el deficiente alumbrado publico. En la avenida
principal si había buena iluminación, más no así en las demás calles, ahí había
tramos por completos oscuros. Cuando el pesero lo dejó en la entrada de un
largo corredor pensó que iba a morirse; faltaban muchas cuadras para llegar a
su casa, por fortuna era temprano, apenas eran las ocho de la noche.
A su
lado pasaban niños disfrazados en compañía de sus padres o algún joven, yendo
de casa en casa pidiendo la tradicional “calaverita” Muchos se acercaron a
Jaime para pedirle algún dulce o moneda, cualquier cosa era buena.
Disimuladamente pero con miedo se alejó de la calle hacía una con menos gente,
aunque eso provocara que se desviará un poco de su ruta habitual.
Absorto
estaba en sus pensamientos, tratando de no pensar en todo que lo asustaba,
pensando en lo irracional y estúpido e infantil que era que un hombre como el
aún tuviera miedo a la oscuridad. Muchas veces deseó que esos miedos
desaparecieran, pero los miedos vienen del interior de cada uno, jamás se irán
a menos que los combatamos, como jamás pensó que lo volvería a ver.
Aquel
extraño duende estaba tan solo unos metros delante de él; el mismo tono de piel
y las orejas largas, los ojos alargados, la sonrisa siniestra mostrando los
enormes dientes. Estaba parado debajo de una de las pocas luminarias de la
calle así que podía verlo perfectamente, estaba ahí, inmóvil, mirándolo sin
dejar de sonreír.
Entonces
como un rayo saltó a la pared cercana y trepó hasta una ventana abierta, antes
de entrar le obsequió una sonrisa más y entró.
Jaime no
sabía que hacer, estaba paralizado por el miedo como aquella vez a los pies de
la escalera pero, a diferencia de antes ya era un hombre (se repetía) no tenía
porqué sentir miedo. Dio un paso y después otro, seguro de si mismo,
repitiéndose una y otra vez que no había visto a ese extraño duende verde. Al
pasar frente a la ventana por la que entró lo vio ahí, sonriéndole, pero
además, con un dedo largo lo invitaba a entrar. Jaime giró rápidamente la
cabeza cerrando con fuerza los ojos, no quería saber nada, entonces escuchó
algo que le hizo saltar el corazón.
Cuando
regresó la mirada a la ventana el extraño duende sostenía entre sus garras a un
pequeño bebe, lo acariciaba con un dedo y volteaba a mirarlo, volvía a
invitarlo a entrar.
El
coraje no es la ausencia de miedo, sino la facultad de sobreponerse a el.
Sin
pensar saltó como el duende hasta el borde de la barda cayendo del otro lado,
en la oscuridad percibió una escalera que subía al cuarto donde aquello estaba
con el bebe. La puerta estaba entreabierta, sabía que quizá los que vivían ahí
se asustarían al verlo, pero quizá eso ayudaría a que se percataran de lo que
sucedía.
Dentro
no había nadie, ni esa cosa ni el bebe, nadie.
Llegó
hasta la ventana y volvió a verlo bajo la luminaria cargando un bulto.
Horrorizado regresó por sus pasos y al llegar a la calle lo vio alejarse; quizá
el peso del bebe le dificultaba moverse con la rapidez que tenía, pero aún así
era lo suficientemente rápido para llevarle mucha ventaja a Jaime.
No sabía
de donde había sacado el valor para perseguirlo, a él, uno de los mayores
temores de su infancia y su vida, pero no podía dejarlo con ese bebe; quién
sabe que podría hacerle.
Durante
toda la carrera no se apareció nadie por la calle, era extraño siendo que aún
era temprano; miró su reloj, pasaban de la una de la mañana ¿Cómo era posible?
¿Qué hizo todo ese tiempo? ¿Tanto había durado la carrera? Como fuera tenía que
alcanzarlo, si llegaba hasta la barranca lo perdería.
La
distancia que los separaba poco a poco se acortaba, el esfuerzo de correr con
el pequeño mermaba las fuerzas del duende, incluso su expresión había cambiado;
antes era atemorizante, pero en ese momento mostraba una expresión mezcla de
cansancio y temor, como si temiera lo que pudiera pasar si Jaime lo alcanzaba.
Estaba a
unos tres o cuatros metros de él cuando escuchó un grito a sus espaldas, apenas
volteó para ver a una mujer joven corriendo detrás de él.
-¡Mi
bebe! ¡Mi bebe!- gritaba la joven, Jaime no podía detenerse, no podía dejarlo
escapar.
El final
de la calle tenía unos escalones rudimentarios para bajar a la barranca, sabía
que no había otra alternativa, se lanzó sobre el duende esperando sujetarlo a
él y al bebe, sin duda rodaría por los escalones pero trataría de proteger con
su cuerpo al bebe.
La caída
le pareció eterna...
Cuando
recobró el sentido el duende estaba bajo él, cubierto a medias con la cobija
del bebe; parecía inconsciente, no había señales del bebe. La extraña criatura comenzó a incorporarse pero Jaime no tenía intenciones de dejarlo escapar una
vez más.
Cerca de
él había una enorme piedra que levantó con dificultad, tenía que hacerlo,
acabar de una vez por todas con el causante de sus miedos. Sentía que todos
esos años de miedo culminaban esa noche, como si todo ese temor saliera a la
luz en medio de la oscuridad de la barranca. Fue el grito angustiado de la
joven madre que lo detuvo.
Tras la
joven mujer llegaron varios vecinos que horrorizados no entendían que estaba
pasando, pero se abalanzaron sobre Jaime que pataleaba y luchaba contra ellos,
gritando que lo dejaran acabar con ese moustro La joven madre se acerco cuando
uno de los vecinos recogió al bebe envuelto en la cobija y lo puso en su regazo.
-¡Se los
dije! ¡Los moustros existen!- gritó Jaime en medio de los vecinos que lo tenían inmovilizado; vio a
la joven mujer llevándose al bebe en sus brazos, él solo veía un moustro.
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